Cuentan que a un hombre lo velaban en un ranchito entre los montes. Regaron el piso de tierra, y ubicaron el cajón junto a las coronas de flores, con algunas sillas alrededor. Caía la tarde y las horas se escuchaban en el silencio de los pájaros. Esa noche en el pueblo festejaban los corsos y todos se habían ubicado a los costados de la calle, reservando las mesas para ver pasar a las carrozas. En el velorio había poca gente, y temprano se fueron los vecinos. A la viuda que estaba viejita, el médico la sedó para que duerma hasta la hora del entierro. Unos muchachos se dieron una vuelta antes de que comience el desfile de las comparsas. Llegaron en un jeep sin frenos, estacionaron debajo del sauce, usando al palenque para detenerlo, la puerta de la casa estaba abierta, se persignaron, contemplaron al difunto y decidieron regresar. Afuera, otro motor apagó su marcha, entraron con respeto, se sacaron la gorra, y advirtiendo que la viuda dormía, murmuraron una idea descomunal; mudar el féretro al acoplado sin laterales en el que andaban, y hacer una pasada frente al club, entre los demás participantes. Lo subieron con las coronas y los candelabros, lo dejaron inclinado levantando la cabeza para que se vea desde abajo, y parados sosteniéndolo de las manijas, pasaron últimos. Iban con sombreros, cabizbajos, con las sillas alineadas como en el rancho, fingiendo la tristeza de un ser querido. Desfilaron delante del jurado, que miraba arriba de una camioneta, desconcertados por el aplauso de la gente, con una inapelable aprobación para el primer premio. Después de la última cuadra, se desarmó la fila y siguieron de largo hacia la chacra, lo bajaron con cuidado y lo ubicaron en la misma posición dentro del comedor. Encendieron las velas, entrelazaron sus dedos, y le limpiaron un chorro de espuma que le había salpicado la cara. Escaparon con las luces apagadas. Era una hermosa noche de verano, la luna parecía saberlo, iluminada el camino hasta el frente de la casa.
La mujer de los animales
lunes, 19 de diciembre de 2011
Un viaje de placer
Andresito pasa en bici con un carrito atrás. Pasa despacio estirándose desde el asiento para llegar a los pedales. Andresito tiene 28 pero parece un niño. Se traba y patina la letra, habla todo así, se pone nervioso cuando le preguntan. Dicen que la tiene bastante grande y que le gusta jugar con los chicos en los yuyos, se la hace agarrar por las pendejas cuando está escondido. Anduvo pidiendo billetes falsos, la gente se los daba, juntó mucha guita y se fue a Buenos Aires. Sacó los boletos en la terminal del pueblo, llegó a Retiro, desayunó, almorzó en restoranes, compró ropa en el Once. Lo vieron llegar de regreso, bajó del micro con anteojos negros, miró la hora en su reloj flamante, y se prendió un cigarro.
Resurrección
El Viento Díaz estudiaba en el profesorado de educación física. Era un pibe muy creyente, se asustaba por cualquier cosa y le tenía miedo a la oscuridad. El Viento tenía nueve hermanos, todos varones, pero a él le decían Viento y Tierra, porque era el más fiero de los Díaz. Una noche sus amigos lo pasaron a buscar para comer un asado, y llegando al campo le dijeron que venían a robar un cordero. Escondieron la camioneta, apagaron las luces y cruzaron el alambrado. Los corrales estaban atrás de una manga donde terminaba el monte. Ladraron los perros y el Viento no quiso seguir, se quedó agachado al lado de un bebedero, lamentando haber venido. Como a cien metros cerca de un galpón, alguien disparó un escopetazo que retumbó en las chapas. Empezaron a correr. Cada vez que se escuchaban los tiros, caían de a uno, fingiendo con un grito ser alcanzados por los perdigones. Quedó el Viento corriendo solo, a los demás no se los escuchaba. Desesperado corría escupiendo los mocos que le desgarraba el llanto, secándose las lágrimas para ver mejor. Estaba entrenado y no paró de correr hasta llegar a su casa. Vino cruzando campo por detrás del cementerio, tenía los pantalones rotos, lleno de abrojos y rosetas. Se encerró varios días pensando que lo vendrían a buscar. Una tardecita escuchó un motor regulando la marcha, unos pasos firmes caminar bajo el porche, la puerta se sacudió con tres golpes y una estampita del santo San Jorge cayó al piso. El Viento no sabía qué hacer y le empezaron a temblar las patas. Al otro día vinieron de nuevo a visitarlo y decirle la verdad, el Viento tardó en abrir la puerta, corrió la cortina desde un costado y vio a sus amigos parados bajo la sombra en la vereda.
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