La mujer de los animales
martes, 26 de febrero de 2013
El hombre que solo quería volar
Pasan los autos y los verdes árboles,
desenredan la mañana en el bar donde escribo. A mi lado, dos señores elogian el
menú y la atención de los mozos, admirando cómo vestidos de negro, soportan
semejante calor. El ruido de la calle no me deja escuchar lo que dicen, aunque
uno de ellos está sordo y el otro le repite la pregunta estirándose sobre la
mesa. Un joven borracho interrumpe a una pareja que desayuna, mete la mano
entre las tazas y ante la respuesta, les arroja unas servilletas que planean
sobre sus cabezas. Camina por la vereda, se sienta sobre una moto estacionada y
simula acelerar disfrutando la velocidad, como si acabara de comprarla. Baja y
se dirige a la esquina donde está el semáforo, habla solo, hace un gesto abriendo
los brazos, pidiendo disculpas a nadie, intentando convencer valla a saber a quién, de
sus buenas intenciones. Pero no, torea a los autos con una frazada que lleva
sobre su mochila, los incita moviéndola, esperando a los automovilistas que
pasan esquivándolo. Les hace Fakiu, y
otra vez se disculpa con los brazos abiertos de par en par, atento pareciera, a
esa voz esquizofrénica que lo perturba y lo incentiva al riesgo.
Comienzo a seguirlo escribiendo con precisión
todo lo que hace; saluda con los brazos en alto como si entrara a un estadio,
escuchando a la tribuna gritar su nombre, emocionado por el homenaje, ese
afecto que verdaderamente necesita.
Aplaude con las palmas arriba, tira besos
hacia los balcones, le pide a una señora le saque una foto, se agacha y posa
con la estampa de un crack. Se incorpora ágil y detiene un auto, el tipo le
dice que no sin mirarlo, él insiste y lo despide con el mismo “Fakiu”,
haciéndole puntería, guiñando el ojo hacia la punta del dedo, cual si fuera un
revolver. Sube a la vereda discutiendo con su imaginario, y traslada su enojo a
un árbol gigante que desmorona la
vereda; lo acusa señalándolo, y otra vez abriendo los brazos, se disculpa
explicándole en secreto su propósito. Apoya la frente sobre
el tronco como jugando a las escondidas, y dice que no puede más con la cabeza, sacudiéndola con cansancio.
Parece que el árbol le hablara, él lo mira,
le dice su nombre, y le hace una pregunta queriendo amigarse, pero el árbol le
contesta algo que lo ofende. Sin mediar palabra, saca un gancho directo a la
corteza, toma distancia y pegándose en el pecho con la mano ensangrentada, lo
desafía a pelear como hombres. Da unos pasos y se detiene, respira profundo y
otra vez abre los brazos buscando el cielo, se queda parado en la vereda bajo
la luz del mediodía, hipnótico, como un pájaro mojado secándose al sol.
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