El Viento Díaz estudiaba en el profesorado de educación física. Era un pibe muy creyente, se asustaba por cualquier cosa y le tenía miedo a la oscuridad. El Viento tenía nueve hermanos, todos varones, pero a él le decían Viento y Tierra, porque era el más fiero de los Díaz. Una noche sus amigos lo pasaron a buscar para comer un asado, y llegando al campo le dijeron que venían a robar un cordero. Escondieron la camioneta, apagaron las luces y cruzaron el alambrado. Los corrales estaban atrás de una manga donde terminaba el monte. Ladraron los perros y el Viento no quiso seguir, se quedó agachado al lado de un bebedero, lamentando haber venido. Como a cien metros cerca de un galpón, alguien disparó un escopetazo que retumbó en las chapas. Empezaron a correr. Cada vez que se escuchaban los tiros, caían de a uno, fingiendo con un grito ser alcanzados por los perdigones. Quedó el Viento corriendo solo, a los demás no se los escuchaba. Desesperado corría escupiendo los mocos que le desgarraba el llanto, secándose las lágrimas para ver mejor. Estaba entrenado y no paró de correr hasta llegar a su casa. Vino cruzando campo por detrás del cementerio, tenía los pantalones rotos, lleno de abrojos y rosetas. Se encerró varios días pensando que lo vendrían a buscar. Una tardecita escuchó un motor regulando la marcha, unos pasos firmes caminar bajo el porche, la puerta se sacudió con tres golpes y una estampita del santo San Jorge cayó al piso. El Viento no sabía qué hacer y le empezaron a temblar las patas. Al otro día vinieron de nuevo a visitarlo y decirle la verdad, el Viento tardó en abrir la puerta, corrió la cortina desde un costado y vio a sus amigos parados bajo la sombra en la vereda.