Pasan los autos y los verdes árboles, desenredan la mañana en el bar
donde escribo. A mi lado, dos señores elogian el menú y la atención de los
mozos, admirando como vestidos de negro, soportan semejante calor. El ruido de
la calle no me deja escuchar lo que dicen, aunque uno de ellos está sordo y el
otro le repite la pregunta estirándose sobre la mesa. Un joven borracho interrumpe
a una pareja que desayuna, mete la mano entre las tazas y ante la respuesta, les
arroja unas servilletas que planean sobre sus cabezas. Camina por la vereda, se
sienta sobre una moto estacionada y simula acelerar disfrutando la velocidad, como
si acabara de comprarla. Baja y se dirige a la esquina donde está el semáforo,
habla solo, hace un gesto, abriendo los brazos, pidiendo disculpas, demostrando
tener buenas intenciones. Pero no, torea a los autos con una frazada, los
incita moviéndola, esperando a los automovilistas que pasan esquivando a este
demente madrugador. Les hace Fakiu, y
otra vez se disculpa con los brazos abiertos de par en par, atento pareciera, a
esa voz esquizofrénica que lo perturba y lo incentiva al riesgo. Comienzo a
seguirlo, escribiendo con precisión todo lo que hace; saluda con los brazos en
alto como si entrara a un estadio, escuchando a la tribuna gritar su nombre, emocionado
por el homenaje, ese afecto que verdaderamente necesita. Aplaude con las palmas
arriba, tira besos hacia los balcones, le pide a una señora le saque una foto, se
agacha y posa con la estampa de un crack. Se incorpora ágil y detiene un auto,
el tipo le dice que no sin mirarlo, él insiste y lo despide con el mismo Fakiu,
haciéndole puntería con el dedo. Sube a la vereda discutiendo con su imaginario,
y traslada su enojo a un árbol gigante que
desmorona la vereda; lo acusa señalándolo, y otra vez abriendo los brazos, se
disculpa explicándole en secreto su
propósito. Apoya la frente como jugando a las escondidas, y dice que no puede más, sacudiendo la cabeza con
cansancio. Parece que el árbol le hablara, él lo mira, le dice su nombre, le hace
una pregunta queriendo amigarse, pero el árbol le contesta algo que lo ofende.
Sin mediar palabra, saca un gancho directo a la corteza, toma distancia y pegándose
en el pecho, desafía al tronco a pelear como hombres. Da unos pasos y se
detiene, respira profundo y otra vez abre los brazos buscando el cielo, hipnótico,
como un pájaro mojado secándose al sol.