El día cae de calma en
las horas finales, acampa bajo la ruta flotante de las aves que regresan. El
canto suena visible, se abre intermitente gritando en la lejanía. Tirado sobre
un manchón silvestre espero los cielos y me concentro en el punto que converjo.
Somos el reflejo que habitamos, la historia evolutiva que ha conducido al
hombre a descubrir otro tipo de luz: la oscuridad guarda la información que
propaga la distancia, late suspendida en nuestra memoria antes de nacer. Un
dios biológico esparció las galaxias, midió el infinito y guardó los secretos
que activaron la vida. Las estrellas son brújulas de sangre, existen desde que
fueron arrojadas en su conciencia sideral a un futuro sin tiempo. Las vemos en
su territorio celeste alumbrando las formas que el ocaso les descubre. Camino
sobre esta sensibilidad profunda, mi cuerpo es un detalle arrasado por el
místico amor. Sería en este clamor de luz, cuando la sustancia esperma,
remplaza el hastío como un viaje espacial ante mí, lo escondido se explica con lo visible, donde las horas desérticas
que abandonan la tarde, caen de nostalgia nombrando lo que desaparece.