El cielo es una señal de hace millones de
años, la contemplación de un atardecer nuclear de otra galaxia. Aquí las olas
habitaban un pequeño mar, formándose entre los destellos del brillo en
movimiento. La luna sigue recorriendo las hectáreas, ansiosa por reflejarse,
mientras la distancia se desfigura por los espejismos. Me arrodillo y concentro
mis habilidades para que llueva. Como un niño dentro de un sueño, comienzo a
buscar la verdad, jugando con la fantasía. Repito mentalmente las siglas,
invirtiendo los triángulos de cada elemento. Hablo con los ojos que acarician
las flores, les digo: mi nombre no es este, soy de otro río, he visto a los
horizontes en fuga encender cada paisaje, mi visión nocturna es periférica,
recorro las calles que me educaron, para ver la belleza durmiendo en los
lugares. Soy nada, mi misión es aprender que existo en un destino consiente que
me exige honrarlo, puedo subir a una brisa y mirar desde arriba, el viento me
pertenece desde que mutaron los cambios bajo la superficie, cuando el aire se
hacía visible con las primeras estaciones.